Amaneceres fríos

Vuelve a casa con las primeras luces del amanecer, las medias rasgadas, los tacones sucios y el alma dolorida. El rimel ya no pinta sus pestañas, ahora mancha sus mejillas. Lo único que sigue intacto es el carmín de sus labios porque nadie la ha besado. A Elisa es lo que menos le importa, siempre y cuando le llenen los bolsillos. Saca las llaves en la puerta de su casa y tiritan de frío. Se apresura a revisar el contestador de su teléfono, solo hay algunos mensajes indecentes, pero ninguno suyo. Se desanima más si cabe y se mete bajo las sábanas, lleva semanas sin probar la coca y, lo que más la duele aunque no lo quiera reconocer, sin probarle a él. Nunca admitirá que le echa de menos, nunca se atreverá a decir en voz alta que se enamoró de él nada más entrar por la puerta.

Césped recién cortado, tormentas de verano, mariposas en el estómago, el amanecer a las seis y veintiuno, una cesta llena de gatitos durmiendo junto a una estufa, un chapuzón contra el calor, un polo de limón fresquito, un orgasmo, una ducha caliente en invierno, nieve en el alfeizar de la ventana, ir a ciento cuarenta kilómetros por hora, carcajadas con dolores de mandíbula, colonia de vainilla, un café helado con caramelo, agua escapándose entre los dedos, zumo de naranja recién exprimido, las nubes blancas y esponjosas, peces de colores, estrellas, flores de loto y tulipanes, verte saltar diez metros y comprobar que sigues vivo. Todas las cosas bonitas del mundo. Tú.